LA ANSIADA HORA DEL DEBUT…
POR RAÚL CRUZ MOLINA
(Quito, enero 25).- Al fin llega el 8 de marzo de 1960. Es el día señalado para debutar con la ‘aurinegra’, nada más ni nada menos que en el legendario ‘Estadio Centenario’. Un estadio mítico, cargado de grandes historias. En ese reducto, la ‘Celeste’ uruguaya había dado la primera vuelta olímpica como campeón mundial, en la primera cita mundialista realizada en 1930. Era un templo en el que habían lucido su enorme calidad, los Campeones Olímpicos de 1924 y 1928, con el ‘Mariscal’ José Nasazzi a la cabeza.
En ese gramado, Peñarol y Nacional habían librado mil batallas para luchar por la supremacía interna. En ese rectángulo, habían jugado Héctor ‘El Manco’ Castro, Obdulio Jacinto Varela, ‘El Negro Jefe’, el caudillo más emblemático de la garra ‘charrúa’, que lideró el equipo uruguayo que provocó el ‘Maracanazo’.
Y también habían lucido su enorme talento Alcides Ghiggia, el puntero que hizo llorar a todo Brasil en 1950 y enterró en vida al portero brasileño Moacyr Barbosa; Juan Alberto Schiaffino, un crack con todas las letras que deslumbró en Italia y en las dos porterías, se había parado Roque Gastón Máspoli, ese arquero monumental que cuidó los palos ‘Orientales’ en el Mundial de Brasil 1950.
Ese escenario en el que se respiraba gloria, hacía más pesada la responsabilidad de Spencer. Hubo mucho morbo el día de su presentación ante la sociedad ‘peñarolense’, que siempre fue el ‘equipo del pueblo’. No se llenó el Centenario. Apenas asistieron 17 mil espectadores, muchos de los cuales iban en busca de despejar una gran incógnita. Todos dudaban de la capacidad de Spencer. Ecuador no era ‘tierra de fútbol’ y mucho peor cuna de fantásticos goleadores.
Carlos Linazza también debutaba aquella tarde, pero el nuevo puntero tenía el hándicap de ser argentino. En las gradas, los hinchas respiraban pesimismo. La apuesta colectiva era que no darían la talla. El choque amistoso ante Atlanta de Argentina lo ponía de cabeza ante la crítica especializada y tanta ‘ave de mal agüero’, que predecían su fracaso.
Todos se llevaron una sorpresa monumental. Peñarol ganó 6 a 0, con tres goles de Alberto Spencer. Fue un debut con todas las luces. Desde el primer día prendió la magia de su juego y mostró ese olfato incomparable para colocar la pelota en la red. Metió el primero, tras un pique electrizante, dejando en banda a tres zagueros y al golero Néstor Errea, que esa tarde cuidaba el arco del equipo ‘bohemio’.
El ‘Flaco’ Errea no era cualquier arquero, era titular de la Selección de Argentina. Fue el primer golero que jugó fuera de su zona. De él aprendió, Hugo Orlando Gatti, que descollaría en el mismo Atlanta, en River Plate y luego en Boca Juniors. De él nació la filosofía del arquero-jugador que llevó a la consagración a René Higuita y al paraguayo José Luis Chilavert.
El segundo tanto, concretó tras un centro de Linazza. Le pegó de zurda al andar y embocó. El tercero fue otra relampagueante entrada en el área, sorprendiendo a los zagueros.
En la tribuna ‘aurinegra’ había reacciones dispares tras el partido. “Es solo velocidad”, sostenían con malicia, aquellos que no confiaban en su capacidad por ser ecuatoriano. “Tiene velocidad, desmarque, salto y poder de definición”, sintetizaba Carlos Solé, estrella y número uno de los relatores uruguayos, que no se cansaría desde aquella tarde del 8 de marzo de 1960, de armar poemas para definir los goles espléndidos y decisivos que Spencer marcaría con la blusa de Peñarol.
Debut aprobado. La dirigencia respiraba con tranquilidad. Se podía confiar en la capacidad del cañonero ecuatoriano. Estaban convencidos de que no habían tirado 10 mil dólares a la basura. Gastón Guelfi recibía abrazos y felicitaciones. Había dado en el clavo.
Pero en aquella tarde tranquilizadora, que puso los nervios en el freezer, Spencer no pudo vestir la gloriosa camiseta ‘aurinegra’. Una cierta similitud con la de Atlanta, dibujada en rayas verticales amarillas y azules, obligó por delicadeza y buenas maneras de anfitrión, a usar una camiseta de color rojo. El destino parecía jugar en contra, pero la fe y la categoría de Alberto, aniquilarían todas las dificultades.
Ponerse la blusa ‘amarilla con rayas negras’ era solamente cuestión de tiempo. Y efectivamente sucedió cuatro días después, el 12 de marzo de 1960. La segunda cita estaba nuevamente programada en la cancha del Estadio Centenario. El rival era Tigre, otro club argentino.
Fue una tarde de ‘picnic’ para Peñarol. Ganó 5 a 0, con dos goles de Alberto Spencer. Las dos primeras dianas con la ‘aurinegra’ adornándole el pecho. Los rivales le buscaban las piernas y el DT Roberto Scarone decidió retirarlo de la cancha en el complemento. Alberto devolvía las caricias. Si algo no soportaba era que lo golpeen a mansalva. Tenía carácter. Era explosivo.
Cinco goles en dos partidos. Un promedio espectacular, que no terminaba de convencer a los escépticos. “Son partidos amistosos y los rivales jugaron a medio gas”, sostenían aquellos que estaban firmemente parados en la vereda de la oposición. Les resultaba un sacrilegio futbolístico que un delantero ecuatoriano comenzara a descollar.