POR RAÚL CRUZ MOLINA
(Quito, enero 26).- El Campeonato Uruguayo de 1959 había quedado sin definición por la participación de la ‘Celeste’ en el Sudamericano Extra que se jugó en Guayaquil. Peñarol y Nacional estaban empatados en puntaje y era necesario un partido de definición. Los dirigentes ‘aurinegros’ luchaban para colocar en la cancha a Spencer y a Linazza en ese combate final. Sus pares de Nacional no aceptaban la postura, aduciendo que los dos delanteros habían llegado recién en 1960. La pulseada fue tenaz y repleta de polémica.
La balanza se inclinó en favor de Peñarol. La estrategia ganadora había sido diagramada y defendida por Washington Cataldi, otra figura grande de la dirigencia ‘peñarolense’. Los recién llegados podrían actuar en la finalísima. El clima entre las hinchadas era infernal. Se preveía una verdadera batalla, un ‘partido caliente’ de principio a fin. Y un estadio repleto para adornar semejante Clásico.
El choque fue fijado para el 20 de marzo de 1960 en el Estadio Centenario. Nacional cuenta con un gran equipo en el que destacan Horacio Troche y el argentino Walter Gómez. Peñarol pone en la cancha un equipo abridor de lujo, con Carlos Abel Linazza y Alberto Spencer, listos para el debut oficial. Ese día completan la línea de vanguardia, ‘Elo Gordo’ Luis Cubilla por la punta derecha; Juan Eduardo Hobberg, el primer ‘gran verdugo’ del fútbol uruguayo, conforma la dupla central junto a Spencer y en la punta izquierda, Carlos Borges.
El DT Roberto Scarone apunta a la victoria. Y Alberto sueña con dar la primera vuelta olímpica en Uruguay. Es el primer jugador ecuatoriano en participar en un partido de semejante calibre. Es un honor que recogerán las páginas de la historia del fútbol ‘charrúa’. Y también de nuestra tibia historia, carente en esos tiempos de grandes halagos.
El partido se desenvuelve con alta dosis de agresividad. Impera la pierna fuerte y desconsiderada. Se respira un aire bélico en la cancha. El partido es parejo en la primera fracción que termina con el marcador en blanco. En el complemento, Peñarol cuida la pelota con mayor orden y criterio. Juega por las puntas, aprovechando la velocidad y las gambetas del ‘Gordo’ Luis Cubilla y el desborde de Carlos Borges hasta la raya de fondo.
El argentino Linazza comienza a trascender en el trámite. Roba una pelota y se va hasta la línea final, tras eludir a tres rivales y tira el ‘centro de la muerte’. Spencer espera el envío en la ‘boca del arco’ y le pega con el empeine derecho. La pelota vuela por encima del travesaño. La hinchada ‘mirasol’ se revuelve en las tribunas. Alberto ha fallado un ‘gol cantado’.
Juan Eduardo Hobberg lo consuela y Cubilla lo salva en el minuto 36, metiendo la pelota en un ángulo del marco defendido por Sosa. Lloran de emoción los hinchas de Peñarol y en la cancha se desata un escándalo mayúsculo. Borges y Rubén González se agarran a trompadas, contagiando a los jugadores de los dos bandos y se arma una batalla campal. El juez Vaga decide expulsar a ocho jugadores, cuatro de cada equipo para salvaguardar la continuidad del partido. Con siete jugadores por bando se puede seguir. Y el Clásico sigue con la mecha encendida.
El final se acerca y Spencer recibe una pelota en ‘callejón’. Se escapa de la marca del lateral Mesías, y éste lo voltea dentro del área. Penal dictamina el referí. Linazza lo acomoda en una esquina y escribe el 2 a 0. Peñarol asegura el cetro. Spencer ya es campeón en Uruguay.
Era la primera vez en su vida deportiva que se ceñía una corona. En Everest no pudo saborear esa incomparable alegría. Apenas un partido oficial en su nuevo equipo y ya da la primera vuelta olímpica. Entre cientos de abrazos circunstanciales, se recluye en una esquina del vestuario. “No lanza manteca al techo”, como dicen en el Río de La Plata, “ni tampoco agita las campanas al viento”. Más bien se muestra recatado y honesto, en los múltiples micrófonos que recogen sus impresiones.
Evidentemente no estaba conforme con su rendimiento. Sabía que tenía que mejorar, que su sagrado deber era colocar la pelota para que duerma en la red. Y no lo pudo hacer. Juró no defraudar a los hinchas ‘mirasoles’. Palabra de varón. Palabra de ganador.
Todo confluyó para que Alberto Spencer se meta de cabeza en la mágica historia de Peñarol. En ese 1960, tras la conquista del cetro uruguayo, la dirigencia continental fragua y oficializa la creación de la Copa Libertadores de América en la que participarán exclusivamente los campeones de cada uno de los países sudamericanos.
Estaba lista la vitrina para mostrar esas excepcionales cualidades de goleador. Y no desperdició la oportunidad. Sus goles comenzarían a gritarse de todos los arcos de América. 54 veces depositaría la pelota en la red, fabricando una marca que difícilmente será superada. Seguramente será eterna. Como su nombre y su fútbol.
La primera Copa se disputó con el sistema de partidos de ida y vuelta. Apenas registró siete participantes: Peñarol de Uruguay, San Lorenzo de Argentina, Bahía de Brasil, Millonarios de Colombia, Olimpia de Paraguay, La ‘U’ de Chile y Jorge Wilsterman de Bolivia. Emelec, el campeón ecuatoriano no asistió a la primera cita continental, al igual que los representantes de Venezuela y Perú.
Peñarol tenía una ofensiva formidable y un gran equipo. Era un conjunto conformado mayoritariamente por jugadores de gran contextura física. De imponente presencia. A simple vista parecían ineficaces. Tenían un juego lento, pero con un seguro y certero tránsito de la pelota. Imponían personalidad y capacidad futbolística. ¿Cuál era el gran secreto? Juntarse atrás, tocar en lateral y esperar el instante propicio para meter el pelotazo al claro, buscando a ese turbo, disfrazado de jugador, que era Alberto Spencer Herrera.
MAÑANA EL CAPÍTULO 7…