Copa Libertadores de 1966
Por Raúl Cruz Molina
(Quito, septiembre 10).- En 1966, Peñarol volvió a la palestra en la Libertadores y dio una acabada demostración de la fuerza del orgullo. Aquella Copa es una herida que aún sangra en el cuerpo de River Plate. Es la muestra más grande de garra y temperamento de aquel mítico Peñarol de la década de los 60’s. Fue un partido atípico, aquel tercer encuentro definitorio de la Copa Libertadores. Ocurrió el 20 de mayo de 1966, en el Estadio Nacional de Santiago de Chile. Un recuerdo memorable.
En Montevideo, había triunfado Peñarol por 2 a 0. En Buenos Aires, River 3 a 2. El ‘once millonario’ ganaba 2 a 0, hasta los 67 minutos con goles de Daniel Germán Onega y el ‘Indio’ Jorge Raúl Solari. Jugaba cómodo y con categoría, imponiendo la calidad de su toque, de pelota al pie y llegadas punzantes.
Después, dos goles del ecuatoriano Alberto Spencer obligaron a jugar un suplementario de 30 minutos. En ese lapso, otra vez ‘Cabeza Mágica’ Spencer y Pedro Virgilio Rocha concretaron los goles que sellaron una espectacular victoria 4 a 2, en favor de los aurinegros uruguayos.
Cuando algún hincha de River Plate habla de la Copa Libertadores, cae irremediablemente, en esa final que tritura los sentimientos. Fue un partido, como nunca se dio otro. Ni antes ni después. Fue insólito, absurdo e inexplicable. El título estaba en el bolsillo de River y se escapó como el ‘agua entre los dedos’.
Hay una jugada, que fue la piedra angular de la furibunda reacción uruguaya. La ‘sobrada’ de Amadeo Carrizo, el más grande maestro del arco, golero de River, cuando su equipo ganaba 2 a 0. Paró con el pecho una pelota que iba a su arco. Los uruguayos lo interpretaron como una burla. Ahí se desató el huracán de amor propio, de un equipo que desbordaba casta, empuje y dignidad.
Un tiro libre ejecutado por Julio César Abbadie voló por encima de la barrera. La recibió Spencer en el corazón del área y con impresionante volea de zurda la depositó en la red. El empate lo concretó el mismo Spencer con un tiro débil, que se metió en el arco, tras golpear en el hombre de Roberto Matosas. 2 a 2. La leyenda comenzaba a inscribirse.
River que ya se sentía campeón, se desmoronó, mientras Peñarol cargado de furia, iba en busca del alargue y de la gloria. Alberto Spencer, convertido en un león, concretó el tercero y Pedro Virgilio Rocha, marcó el cuarto, como abonando a favor del calificativo de ‘Verdugo’, que el tiempo y la ‘hinchada mirasol’ le dieron como identificación, en ese equipo de lujo, que es uno de los mejores en la historia del balompié de todos los tiempos.
Amadeo fue el culpable. Nada más que Carrizo. El hombre que ‘reinventó’ el puesto de arquero. El creador de los pases-gol, sacando con el pie desde su área penal. Renato Cesarini, el técnico millonario, el gran equivocado. La falta de agallas del plantel argentino, sumó el tercer factor en el balance de culpas, según la óptica del periodismo argentino.
Como una luz, la inexplicable derrota, dio origen al mote castigador de ‘gallinas’, que laceró a los planteles de River Plate por dos décadas. Y que aún sigue apareciendo, cada vez que se juegan partidos trascendentales y los pierde.
La otra cara de la moneda del fútbol, la que ofrece la victoria, fue interpretada desde la esquina peñarolense como una hazaña. Y efectivamente lo fue. Fue una página brillante, memorable y nostálgica. Una huella imborrable de un puñado de hombres, que regaron de sudor y sangre las canchas de América y del mundo para solidificar el prestigio que aún acompaña, al más grande ídolo de esa tierra de fútbol, que es Uruguay.