POR RAÚL CRUZ MOLINA
(Quito, febrero 4).- Roberto Abruzzesse es uno de los personajes que alimentó con mucho morbo y picante el folclore del balompié ecuatoriano. Debe ser, sin ningún tipo de duda, el único entrenador que en la época gloriosa se posó en la butaca técnica de El Nacional, sin contar con el aval de un palmarés exitoso o de un recorrido que tenga exposición internacional. Los ‘Puros criollos’ ya tenían seis anillos de campeón, cuando apareció el brasileño en los entornos del club.
Ernesto Guerra se había marchado, obligadamente, porque la Federación Ecuatoriana de Fútbol, decidió encargarle el combinado Tricolor que afrontaría la Copa América de 1983, ante Argentina y Brasil. La cúpula militar, dirigida en ese entonces por el General Luis Piñeiros, se vio en medio de la ‘espada y la pared’. Nombres habían. Siempre hubo y siempre habrán, grandes técnicos en la desocupación.
Antes que Roberto Abruzzesse, otros dos estrategas brasileños ya habían prestado su concurso en la institución militar. El primero fue Alves Cardoso que tomó las riendas del plantel en 1968 para sustituir al italiano Vesilio Bártoli, que ganó en forma aplastante la corona nacional de 1967. Cardoso se marchó sin pena ni gloria. En sus manos se desarticuló la ‘Máquina Gris’ y la campaña fue pálida.
Otto Vieira, llegó en 1974, después de un pasado ilustre en el espléndido Barcelona de principios de los ’70, aquel equipo que empató en el Morumbí al Sao Paulo y luego martilló al invencible Estudiantes de La Plata, que jamás había perdido en su cancha, con ese gol enviado del cielo que concretó el padre Juan Manuel Bazurko. ‘Mandrake’, así le decían al menudo y narigón entrenador brasileño, tampoco pegó en El Nacional.
El 74 fue un año mediocre y repleto de sobresaltos. Nombraron de entrada al yugoeslavo Toza Veselinóvic, marginando a Héctor Morales, que había logrado la corona en 1973. El europeo no encontró la onda y regresó ‘Talla Única’, que tampoco pudo enderezar el barco. Ahí llamaron a Otto Vieira, que tan solo fue un ‘ave de paso’.
La hora de la felicidad para un brasileño y para el club criollo arribó con Abruzzesse. Es cierto que encontró una maquinaria bien engranada, pero él también la hizo rodar a su estilo. Las ‘malas lenguas’ que circulaban por los pasillos del club militar, decían que era ‘miedoso y macumbero’, en su vida íntima. Era malhumorado, beligerante y distante. Se peleaba con la prensa, con su mujer, con algunos jugadores y también con los dirigentes de la FEF, cuando el organismo rector del balompié convocaba a sus jugadores a la selección.
Era ganador y valiente. Ganó tres títulos con los ‘Puros Criollos’, Timbró su primer éxito en 1983. Repitió en el 84, acallando las voces feroces que lo descalificaban, diciendo que el formidable equipo de aquel entonces, podía jugar solo. En 1985 le dieron de baja, cansados de sus insolencias y caprichos. El colombiano Leonel Montoya se ‘montó en el potro’ y salvo una actuación destacada en la Copa Libertadores, perdió el campeonato local. No era tan fácil dirigir a El Nacional, como suponían los abanderados del desprestigio ajeno.
La dirigencia lo volvió a llamar en 1986 y Abruzzesse devolvió al equipo a la cima. Roberto dirigió tres años a El Nacional y en los tres ganó el cetro. Desde aquel año de la última corona, nunca más regresó al club. Debe ser el único caso en el mundo, en el que, a un técnico de producción perfecta, le cierren las puertas para siempre.
Anecdótico, picante, lleno de morbo. Ese fue el círculo que acompañó a Roberto Abruzzesse en la ‘tienda criolla’. Estaba fabricado a la medida para subirse a las nubes, cada vez que dirigía al once militar. Pese a quien le pese, es parte de la leyenda, porque dejó una profunda huella.